La hormiguita viajera (Cuento de nunca acabar)

Había una vez una movediza hormiguita llamada Gracielita que, al recorrer las inmediaciones del hormiguero cónico urbano, se había salido de la ordenada fila recolectora de hojas, pétalos y ramitas.
-¡Qué mala suerte tengo! Me han abandonado…- decía llorando, sin dejar de mirar para un lado y para otro, dándose cuenta que se había distraído demasiado tiempo y suponiendo que las otras hormiguitas habían caminado hasta estar tan pero tan lejos que ya no podían escuchar su aguda vocecita.

Justo pasó por allí el loro Chacho y le preguntó: -¿Por qué lloras, hormiguita?
-Estoy perdida, el resto de mi grupo se ha ido y no las encuentro, tengo mucho miedo porque no sé volver a casa yo solita- imploró lastimeramente, como victimizada.
-No te preocupes, las encontraremos, ¡ven conmigo!-, ofreció el gentil lorito. 
La pequeña hormiguita se subió encima de Chacho que empezó a llamarlas, pero no lo oyeron o no lo entendieron.
Luego de esperar un rato y ver que la hilera de concubinas del hormiguero no llegaban hasta ahí, el loro invitó a Gracielita: -Vamos a dar una vuelta por el campo a ver si alguien las ha visto pasar.

Chacho empezó el recorrido loruno pegando saltos, caminando con bamboleos y volando de a cortos tirones, mientras con su charla parlanchina intentaba tranquilizar a Gracielita, hasta que llegaron a un pedregoso arroyo con muchos torbellinos.
En las rocas estaba la rana Lilita, quien les preguntó: -¿Hacia dónde va una hormiga encima de un loro?
Al escuchar la desventura, la rana se ofreció: -Yo también quiero ayudar, suban encima de mí, vamos a ir por la orilla del arroyo a ver si alguien las ha visto pasar, pero no llores más, ya verás que las encontraremos- prometió, optimista, Lilita.
Pero, Gracielita decidió agradecerle el viaje a Chacho y dejarlo ahí revolcándose al sol, sosteniendo que si era necesario meterse en el agua o en el arenoso barro de la orilla sin piedras, iba a molestar más que ayudar.

Y así, la hormiguita se acomodó en la gorda espalda de la rana, muy entusiasmada con el paisaje que veía. Ya empezaba a gustarle estar arriba de otro animalito y se sentía poderosa, al punto de casi no extrañar a sus compañeritas. Hasta se le había pasado el temor inicial que tuvo cuando pensó que la rana, por más amistad que hicieran, podía engullirla de un lengüetazo si le agarraba hambre.
-¡Qué cosas lindas veo desde aquí! ¡Qué grande es todo!- decía abriendo los ojitos rasgados de par en par, asombrada. -¡Gracias, Lilita! ¡Me fascina esto de andar a los saltos!- exclamaba a cada rato la hormiga en pleno éxtasis.

En una playita sin amarillas arenas, se cruzaron con el águila Néstor, quien les preguntó: -¿Adónde va una hormiga subida encima de una rana?
Y le contaron la historia, aunque ya la desmemoriada hormiga se sentía plena viviendo novedosas experiencias. El águila les contestó que no había visto a las compañeritas desencontradas, y propuso: -Yo también quiero ayudar, suban las dos, que desde las alturas veremos por dónde andan tus amiguitas.
-Pero esta rana gorda y fría hará que no podamos volar alto, ¡mejor dejémosla acá abajo!- exigió la ingrata Gracielita.

-No hubo que insistirle mucho al águila, la sentencia de la hormiga era cruel pero razonable, ya que un bichito con una rana es como dormir con el enemigo. Así que esperó a que Gracielita subiera por las alas y se lanzaron a los aires.
La hormiguita estaba fascinada, no podía ni hablar de la emoción. Nunca había visto tantas cosas como las que veía desde encima del águila: el arroyo, los campos llenos de flores, las montañas, las casas a lo lejos... Nunca había imaginado que el mundo fuera tan grande. Y jubilosa gritaba: -¡Pa’ mí! ¡Todo esto es pa’ mí!
“Si mis desdichadas compañeritas vieran esto, pobres, que nunca despegaron sus sucias patitas de la tierra…”, pensaba Gracielita, sintiéndose un águila.
“Si me vieran aquí subida a esta ave tan valiente y fuerte, ¡cuánto me envidiarían! Ojalá aparezcan esos insectos decadentes que apenas pueden caminar”, deseaba desde lo más apartado de su propia realidad.

A lo lejos, entre la maraña, divisaron a la leona y bajaron.
-Hola, Cristina. ¿Viste una hilera de hormiguitas por acá?- preguntó el águila.
-Mejor hablemos después- intrigó la leona.
Esperaron que la dispersa Gracielita volviese a distraerse y Cristina agregó: -Ya sabemos que vos sos el rey de las alturas y yo la reina de la selva, así que no tenemos secretos, pero, ¿sabés qué pasó? Ya hablé con el loro Chacho y me contó que estuvo con las hormigas, quienes le dijeron que abandonaron a esta que cargás vos, porque no las deja trabajar en paz, objeta todo y paraliza, es imbancable.
-Pero también sabemos cómo son esas hormigas, ¿no? No creo que sean confiables. Desde que vuelo con Gracielita, me ha demostrado ser muy laboriosa como todas las hormigas negras, tal vez un poco distraída y fundamentalista, es cierto, pero es trabajadora y previsora- comentó Néstor.
-Confío en lo que decís, no en vano sos emblema de libertad, arrojo y rapidez. Mejor démosle otra chance y ofrezcámosle que se haga cargo de organizar las provisiones de hierbas curativas de la selva. ¿Qué te parece?- propuso Cristina.
-¡Perfecto! Eso precisa ordenarse. Además, podés darte cuenta que ya ni extraña a las otras hormigas, por lo que mantenerla ocupada ayudará a que siga creciendo hasta que pueda trazar su camino.

De ese modo, acordaron la misión con Gracielita. Pero, al poco tiempo comenzaron los conflictos. Tal vez, las otras hormigas no estaban tan equivocadas.
La primera crisis surgió cuando en el almacén de hierbas no había suficiente té de Cege y el activo castor Hugo lo necesitaba para atenuar los dolores musculares, ya que transportaba troncos al embalse de sol a sol. Sin embargo, por caprichos personales, la hormiguita se negaba a buscar hojas del Cege té, sin importarle que podía llegar a inundarse la selva y hasta faltarles agua en tiempos de sequía. Al final, de previsora, nada, Gracielita.
El insecto con ínfulas de águila, terminó renunciando tras la primera disidencia. Tan insignificante y tan soberbia, pensaban los animales del bosque.

Luego de ello, Gracielita entró nuevamente en crisis nostálgica por sentirse solitaria e ignorada, sin percatarse que era ella misma quien buscaba eso con su proceder. Así que mezclando desdén, autojustificaciones y arrepentimiento, se lanzó a caminar incesantemente buscando aquel hoyo cónico urbano al que había despreciado. Marchó en círculos, luego para un lado, luego para otro, hasta que volvió a encontrarse con la rana. Y sin remordimientos, se amigó.
Otra vez montada a la gorda, fría y gelatinosa espalda de Lilita, empezó a darse cuenta de su realidad. Entre tanto andar, se cruzaron con el camaleón Ricardito: -¡Uy, qué raro que es!, no contuvo exclamar Gracielita. -¿Qué clase de animal es este?- preguntó.
La rana, croando muy bajito, le confesó: -Mirá, cambia de colores según la ocasión, pero no es ni muy bueno ni muy malo. Es más, hasta hace unos meses éramos muuuuy amigos, pero empezó a asustarme con su mimetismo exacerbado y, encima, quería lo mismo que yo: en definitiva, los dos nos alimentamos de insectos- aclaró la rana ante el receloso rictus de la hormiga negra.
-¿A vos te parece que un siniestro y adaptable animalito que anda escondiéndose y no se anima a conocer la selva, puede ningunearme a mí? ¡Justamente a mí! ¡A mí que soy anfibia y veo el futuro! Eh, ¿te parece?-, monologaba Lilita a panza inflamada.

Y durante un tiempo, los tres siguieron el mismo camino, casi sin hablarse. Al llegar al recodo de la Pebeá, se complicó aún más la relación. Justo pasaba por ahí otra hormiga amiguita de Ricardito.
-Chicas, les presento a mi cofrade, Pancho-, anticipó el camaleón, como zalamereando al hormigo colorado.
La rana Lilita, pasmada, dijo: -Me extraña, hormiga, que siendo o caña, no veas arañas. Y huyó a los saltos: -croac, croac, proac, proac, proasco, proasco…- hizo eco durante un rato.

Sin embargo, la polifacética hormiga negra sintió inmediata simpatía por Pancho y pronto volvió a olvidarse de Lilita. Tal es así, que cuando el camaleón Ricardito, ya camuflado de rojo azulado tirando a púrpura, se fue a buscar bichitos en el lozano pino, las estoladas margaritas, las juiciosas sierras y las herméticas santidades con fe, las dos hormiguitas entablaron lazos afectivos… o lo que sean.
Y el hormigo Pancho, arrimó su ponzoñoso piquito a la gorda cola de la hormiga negra y, ¡zas!: la convirtió en hormiga colorada.

Colorín, colorado, este cuento no ha terminado.

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